“Errare humanum
est” reza el famoso dicho latino que indica precisamente la falibilidad humana.
Y es que, como humanos, cometemos errores, algunos se solucionan rápidamente,
otros se olvidan tan pronto como se cometen, pero los hay que perduran en el
tiempo, incluso por generaciones. En nuestros espacios vitales contemporáneos,
cada vez hay menos espacio para la debilidad y el error. Las relaciones
sociales cada vez son más frágiles y nuestras heridas cada vez se tornan más
profundas. El desamor genera heridas “irreparables” en personas que apenas si
sobrepasan los 20 años, haciéndolos
incapaces de nuevas relaciones; y el ideal de éxito es cada vez más
exigente y más agobiante, apenas alcanzable para quién maneje más idiomas,
quien sea más locuaz, más delgado, más viajero, quien haga más lobby, quien
gane más dinero y quien posea más, y quien ostente más en redes sociales. Eso
se considera como sinónimo de triunfo; incluso la conciencia de banalidad que tal
actitud superficial llega a ser considerada como un fracaso. Tal peso nos
agobia, a tal punto, que no basta con desconectarse, porque ya hemos sembrado en
nosotros la semilla de lo que más nos agobia: la posibilidad del fracaso. Fracasar,
he ahí el peor demonio del mundo contemporáneo.
Y sin embargo,
nada más humano que el fracaso. Dicho en otros términos, el hombre es el único
animal que fracasa y en el que el mundo entero puede terminar en fracaso.[1] Así, en un mundo donde el fracaso es lo peor que le puede suceder a
un ser humano, a la vez que una de sus características inherentes, y donde las opciones
de vida son, cada vez más, de un único uso (“te enamoras una vez, estudias una
vez… las oportunidades solo se presentan una vez en la vida…”), conviene
reconocer que somos falibles y que somos débiles. Conviene pues hacer una apología
de la debilidad humana y del fracaso.
Una apología del
fracaso comienza, precisamente, reconociendo que el fracaso no es una oportunidad
de éxito. No, uno no fracasa para aprender algo. Esa idea no es más que falsa teodicea
en versión popular y a precio reducido. El fracaso es pérdida y dolor, y con
ello se malogran nuestros propósitos y nuestra humanidad. Y no hay remedio. Por
ello, conviene reconocer que fracasamos, y que eventualmente no nos
levantaremos. Pero tal idea resultaría insoportable, si no hubiese una forma de
continuar tras un fracaso. Y por ello es que una apología del fracaso parte de
que las alternativas de vida no son de único uso; es decir, no fracasamos una
única vez en una única cosa. Lo bueno es que podemos fracasar más de una vez,
razón por la cual podemos intentarlo más de una vez. Y esto lo he aprendido
precisamente con los videojuegos.
Los videojuegos
nos hablan del fracaso porque precisamente en ellos malogramos nuestra tarea,
no una, sino múltiples veces. Y hay juegos que penalizan tal fracaso,
adicionalmente: perdemos experiencia, dinero, almas o cualquier otro tipo de
recurso. Lo que no nos mata, nos hace más pequeños. Literalmente. Esa idea de
que “lo que no nos mata nos hace más fuerte” es un consuelo torpe y facilista,
que desconoce que precisamente en el momento de la mayor debilidad es cuando
estamos más disminuidos. Lo que no nos mata, nos hace más pequeños y es en ese
momento cuando somos más vulnerables y cuando “corremos por nuestra vida”. Podemos
dárnoslas de valientes y tratar de ser héroes. En la mayoría de las veces
fracasaremos.
Merecemos ser
devueltos al último punto de control, por nuestra torpeza. Merecemos perder
experiencia y dinero por nuestra falta de habilidad. Merecemos cada pérdida en nuestro
personaje, en nuestro alijo y en nuestro equipo porque fracasamos, y somos
humanos y por ello fallamos. Y fracasamos porque nos encontramos fuera de
nuestras propias ligas, estamos en un rasgo de no-coincidencia con nosotros
mismos. Así opina Ricoeur:
"La
idea de que el hombre es frágil por constitución, de que puede fallar, es según
nuestra hipótesis de trabajo, totalmente accesible a la reflexión pura...Mi
segunda hipótesis de trabajo supone que ese rasgo global consiste en una cierta
no-coincidencia del hombre consigo mismo; esta «desproporción» consigo mismo
sería la ratio de la
falibilidad" (Finitud y
Culpabilidad, p. 21)
Hay un elemento de
desproporción en que un fontanero intente rescatar a la princesa de un reino,
en que un viajero trate de acabar con hechizos de agua al mismo Diablo, que un
inmigrante que aspira al sueño americano se enfrente a las grandes mafias de la
ciudad; incluso, hay desproporción cuando el mismísimo jinete del apocalipsis,
Guerra, tiene que enfrentarse al infierno entero. Hay desproporción cuando un
novicio de una orden cazadora de dragones se convierte en un dragón; y hay
desproporción cuando un príncipe de una tierra distante tiene que viajar en el
tiempo para destruir al monstruo Dahaka. Incluso en los juegos más arcades se
ve esto. En Hexagon hay desproporción
entre el movimiento del escenario, su velocidad y el triángulo que tú eres. Hay
desproporción en A story about my Uncle,
al caer una y otra vez y otra vez por precipicios, siendo que tienes todas las
herramientas a mano para sortearlos. Hay desproporción entre la realidad y el
deseo, entre las expectativas y las posibilidades. Hay desproporción entre la
felicidad que queremos y la vida que tenemos. Por ello es que fracasamos.
Y es que los
juegos nos muestran que somos débiles. Que somos limitados y finitos. Mas tras
las pérdidas que sufrimos, es posible intentarlo una vez más. Este carácter de
repetibilidad que nos ofrecen los videojuegos, son la única opción que tenemos
para lidiar con el fracaso. Y funciona como un espejo para nuestra propia vida.
Solo en un mundo en donde podemos repetir,
es viable sobreponernos al fracaso. Es la única forma de lidiar con la
desproporción, pues en tanto que se van sumando los intentos, uno tras otro,
logramos construir algo, un andamio, que nos permite reducir la distancia
desproporcionada en que reside nuestra falibilidad. Por ello, estoy de acuerdo
con Dayo
cuando afirma que el mejor protagonista de un videojuego es Link, no tanto por
su personalidad, ya que es totalmente vacío, sino por ser el avatar por
excelencia:
"Link
nos enseñó a ser un héroe, uno de verdad. Miyamoto quería que los jugadores
aprendieran a través de Link, quería que pensaran: este desafío me daba miedo antes,
pero ahora que he recorrido tanto, superado tanto y tengo nuevos recursos al
alcance, sé que puedo ganar. Esta es una lección vital"
Y es que la
aventura de Link es la repetibilidad por excelencia, no solo porque el arco
argumental es fundamentalmente similar en todos, sino porque Link jamás está
del todo preparado para enfrentar sus tareas, y aún así lo va logrando, con
tiempo, trastabillando, pero lo logra. Los juegos nos enseñan que somos
falibles, que la dificultad de vivir y de cumplir con nuestros objetivos
pertenece al ámbito de la vida humana y que fallaremos, pero que con el
suficiente tiempo y dedicación, podríamos lograrlo, sin que ello implique una
minimización de nuestros fracasos, pues precisamente ellos nos constituyen más
que nuestras victorias.
[1]
Incluso puesto en la versión religiosa de los monoteísmos actuales, el hombre
es el único ser que ante una salvación ardua, puede fracasar en una condenación,
en la que se cae con facilidad. Y con la condenación humana no solo fracasa el
proyecto humano, sino el proyecto divino. Es decir, el hombre sería el único
capaz de joder al mundo, a los Dioses y a sí mismo al mismo tiempo.
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