domingo, 20 de abril de 2014

The Cave o la vida en un Mundo Anti-pelagiano



The Cave o la vida en un Mundo Anti-pelagiano

Pelagio fue un monje cristiano de los primeros siglos de nuestra era y sostenía una hipótesis que a la luz de nuestros días podría parecer más que sensata. Consistía en la afirmación de que no hay pecado original  y que no precisamos de la gracia de Dios para ser buenos. Ciertamente Dios ayuda, y se agradece el detalle, pero para ser buenos, nos bastamos a nosotros mismos. Por obvias razones su pensamiento fue tachado de herejía y su producción cayó en el olvido.

Nuestro mundo está completamente imbuido en el pelagianismo,[1] que nos resulta completamente coherente y racional. Es por ello que cuando aparecen juegos como The Cave, que nos imbuyen en un mundo anti-pelagiano, sentimos un choque extraño. Somos malos por el único hecho de estar en la cueva y sin ayuda de la misma (o mejor, pese a la ayuda de la misma), nos veríamos abocados a malas acciones.

The Cave, desarrollado por Double Fine Productions y editado por Sega, te permite elegir tres personajes por partida entre siete. Los hay de los más diversos y variados, desde la científica y la viajera en el tiempo, hasta una arqueóloga y un caballero medieval. Eventualmente las historias son diferentes y una buena combinación de los personajes puede hacer el juego más o menos fácil. Lo que usualmente no se dice es que puede variar el final del juego, lo que resulta extraño porque casi y desde un principio, obtendremos el final escabroso, que implicará desde lanzar un misil nuclear, asesinar al propio maestro o envenenar a los padres, así como dejar a un pobre anciano en una isla desierta. Más aún, el que la posibilidad inicial de lograr el mal sobre el bien sea la que casi está prefigurada, pone en evidencia la afirmación que hemos postulado. La cueva presenta un mundo anti-pelagiano, donde el bien es imposible por propios medios.



Quienes han llegado allí no son buenos, y seguramente no lo fueron quienes nos precedieron. Para entrar a la cueva se requiere llevarle unos “suvenires” al informador en taquilla. Te dan una llave, entras a una puerta y buscas los regalos. Lo curioso es que en una nueva partida del juego, los suvenires que se encontrarán son los trofeos que recogieron finalmente los personajes del juego inmediatamente anterior. Se encuentran muertos, cadavéricos y ahogados en sus propios tesoros. Una excelente metáfora para ilustrar la existencia de quien entra en la cueva. 

Y es que no se trata de que la cueva sea un espacio de maldad y perdición, sino que dentro de ella, hacer el bien resulta completamente truculento y difícil, porque para avanzar dentro de la cueva, las acciones que llevan a cabo los personajes no son propiamente buenas; empero, lo truculento del bien, como en aquellas pinturas sobre la batalla final a la hora de la muerte, está al final. La sensación de perdición tras haber hecho lo propio (de cada personaje) y toparse con un final desolador va en contravía de las expectativas de la acción hecha; y es que uno juega como debe jugarse para avanzar, pero con un final “triste” que si se alcanza con todos los personajes se adquiere el sospechoso logro de “Corrupción”.

 
Ciertamente existe la posibilidad del bien, pero para lograrla, dentro de la cueva, se requiere de una cierta “revelación”, que puede ser tan accidental como revelada. Tal fue exactamente la pelea que enfrentó nuestro antiguo contemporáneo Pelagio. Si no se precisa de la gracia de Dios para obrar el bien, no se precisa de la gracia de Dios en absoluto. Pero la cueva es distinta, allí necesitas una especie de gracia, y no la obtendrán aquí, para poder hacer el bien en The Cave…

“Es la historia de ciertas personas y ese oscuro rincón que ocupa una parte de sus corazones. Tened cuidado antes de juzgar, ese oscuro lugar también se encuentra en vuestro corazón. Algún día, os encontraréis adentrandoos en mis profundidades, en busca de aquello que más anhelais... y puede que tampoco os guste lo que descubrais.”



[1] Kierkegaard en el concepto de la Angustia y Schopenhauer en el texto de la Moral ya lo apuntan.