viernes, 21 de octubre de 2016

Thymos en los videojuegos: O de cómo la ira nos llena de poder


Cuando era un pequeño, después de haber logrado rescatar a la esquiva princesa en mi consola de 8-bits Nintendo, me surgió una pregunta irresoluble, a saber: ¿era posible derrotar a Bowser con el puro tacto de Mario, si llegaba con el poder de una estrella (Starman)? Es decir, en el juego todo sucumbía ante el poder titilante de un Mario devorador de estrellas; hasta los acorazados irrompibles, morían con el mero contacto. Tras obtener más experiencia en videojuegos, descubrí que era una técnica, ahora usual en la industria, a saber: otorgarle al jugador un estado de invulnerabilidad, de supremacía, que si bien dura unos pocos segundos, es tan poderosa como destructiva. No hay enemigo que pueda resistir al poder supremo. Esto es manifiesto en algunos juegos (Mario, Sonic, Rayman, Darksiders, etc.), y discreto en otros (la primerísima misión de Altair en Assassins Creed o de Alex Mercer en Prototype), pero en todos estos juegos la mecánica es la misma: en un cierto momento somos más de lo que somos, es una posesión sobrenatural de algo o el recurso extraordinario a algo que nos permite con el mero “tacto” destruir a nuestro enemigo. 


Seria una mera estrategia de diseño de videojuegos, si no se escondiera un concepto tras esta mecánica, a saber: lo que los griegos llamaron thymos, un estado de exaltación momentánea, la posesión de un elemento no humano que es capaz de llevar lo humano más allá de sus propios límites y que está ligada con la propia valía. No todos adquieren ese poder, y el poder mismo implica ser reconocido. Esta mecánica, que resulta eventualmente adictiva, porque nos llena de poder así sea momentáneamente, es una prefiguración de lo que en su momento caracterizó a Aquiles y que constituye la primera línea de la Iliada: “Canta, oh Musa, la cólera del pélida Aquiles...” La ira de Aquiles, ante el trato que Agamenón le brinda, y ante la muerte de su amante, Patroclo, esta ira doblega a los mismos Dioses, quienes se apresuran a forjar una nueva armadura para el semidiós. La Ilíada misma trata del modo en que la ira de Aquiles le da un “extra” al mundo, y el poeta convoca a las mismas musas para que canten no a Aquiles, sino a su cólera, elemento divino, un extra en el mundo, que desata una novedad.

Eso es precisamente lo que llama la atención de Sloterdijk en su texto “Ira y Tiempo”, donde el filósofo afirma que si bien en la antigüedad lo novedoso está vinculado con lo heroico, el impulso que propende a esta novedad es algo divino que momentáneamente lleva al hombre a su siguiente nivel: thymos. Como mortal, el hombre no puede controlarlo, pero tampoco logra sustraerse a su efecto. La ira es un elemento divino que en su intromisión en el mundo siembra la simiente de lo nuevo, y en consecuencia, no se trata de una vulgar rabia, sino precisamente de una fuerza sobrenatural:

“Por consiguiente: la cólera debe cantarse en los momentos maduros, cuando ella ya experimenta a su portador. No es otra cosa la que tiene Homero en su mente cuando refiere íntegramente el largo asedio de Troya ... Decisivo es que el guerrero mismo, tan pronto se agite la ira sublime, vivencie una especie de presencia numinosa. Solo por ello la ira heroica, expresada en su más dotado instrumento, puede significar más que una  mera rabieta profana” (p. 19)

El mundo moderno ha querido neutralizar la ira: Es uno de los pecados capitales, es un vicio o incluso un síntoma de neurosis. Conviene controlar la ira. Hay talleres y formas terapéuticas de canalizarla. Quien estalla en ira, requeriría de asistencia profesional. Resulta curioso que nuestra cultura occidental, fundada en la ira de un héroe, y más tardíamente en la ira de un Dios, le tema tanto a la ira. Incluso hemos  tratado de domesticarla en la indignación, y es por ello que nuestra forma moderna de la ira es la de la indignación misma. El movimiento de hace unos años de “los indignados” consistía precisamente en personas coléricas, pero de tal modo serían inaceptables. La indignación es una forma domesticada de la ira que resulta relativamente reflexiva y eventualmente discursiva, porque es humana. Pero el carácter extramundano de la ira es algo que hemos perdido...

Pero no en los videojuegos. En ellos nos es posible adquirir la ira y manifestarla, más allá de cualquier rabieta. Es una ira divina, creadora y destructora de mundos. Pienso en Gabriel convertido en Drácula (Castlevania), pienso en Guerra  transformado en su forma iracunda de jinete apocalíptico (Darksiders), pienso en Starkiller calcinando a sus enemigos con un estallido de la fuerza (The Force Unleashed). Esto es algo que no pertenece directamente al mundo, pero que una vez adquirido revela el verdadero poder y marca un hito en la historia que se cuenta. Es posible desatar más de una vez el poder de la ira (o su equivalente en el videojuego de turno), pero su importancia no es narrativa sino performativa, esto es, de aquello que viene al mundo cuando ocurre. Lo relevante de la ira no es lo que significa, sino lo que hace, y el efecto de la ira es completamente transformador, fundamentalmente destructor. La ira es descomunal y muchas de las veces es colosal (este elemento es particularmente explotado en los videojuegos, los personajes más poderosos son los más grandes). Pero a su vez, la ira plasmada en el mundo lo transforma, así como transforma al héroe de turno. Por esta razón es que, a menos que deseemos un fin del mundo precipitado, hemos encerrado la ira en lugares donde sus efectos nos dejen seguir viviendo.

Hay estudios que afirman que los videojuegos fomentan la violencia, y hay casos (aislados) donde es evidenciable. Yo quiero sostener una premisa diferente, a saber: los videojuegos son el resquicio que nos queda, en medio de un mundo civilizado y moralizado, para albergar la intromisión de la ira, como algo excepcional, en un mundo que nos mata de aburrimiento. Veo en esta práctica, que en el fondo es el punto neural de las claves que se usan en los diferentes juegos para obtener lo excepcional (oro, vida, tiempo, madera, etc.) el espacio intramundano para lo excepcional, cuya domesticación ha fracasado, por resultar insuficiente en el extrañamiento y la negación misma de la ira (cuya consigna es: “tener ira está mal”.)

No basta con poder indignarnos, a veces quisiéramos acabar con el mundo, y bueno, para eso están los videojuegos, para acabar con los mundos. Funcionan los juegos como compensaciones, como formas alternativas y catárticas para darle paso a la expresión del thymos. Bueno, no será tan épico como la cólera de Aquiles… o dependiendo del juego lo puede ser, si nos figuramos a Kratos en sus ataques de ira derrotando a los mismísimos Titanes. Así, conviene jugar con ira, con pathos, con thymos; luego podemos seguir siendo ciudadanos ejemplares que marchan a favor de la paz, sin querer destruir, en un ataque de  ira, a sus contradictores políticos. Solo en los videojuegos conviene dejar funcionando la premisa: 

fiat Utopia et pereat mundus[1]





[1] Hágase la utopía, perezca el mundo