lunes, 12 de diciembre de 2016

¿Para qué sirve la filosofía? De cómo respondí a esta pregunta jugando Diablo II



Que algunos se quejen de que tenemos demasiados conceptos en nuestra vida, en nuestras leyes y en nuestras ciencias; yo me quejo de que tenemos muy pocos. Según una definición ya clásica y un tanto tácita, la filosofía se encarga del concepto, o si se nos permite, de los conceptos. Pero no es del todo claro a qué se refiere eso de que la filosofía trate de conceptos. Hace un mes, un alcalde de Cartagena, Colombia, generó revuelo por afirmar que a un pobre no le sirve de nada la filosofía y que debería brindársele una educación más técnica. No lo culpo, ciertamente no tiene idea de qué es lo que hace la filosofía. Similar historia le aconteció a Tales de Mileto, a quien se le dijo que su filosofía lo dejaría pobre, y utilizó todo su saber para explotar a los arrendatarios de Molinos en la molienda de aceitunas del verano siguiente[1]. Que la filosofía puede llegar a ser una fuente de empleo, una fuente de riqueza, e incluso una inspiración para música o para videojuegos, es algo de lo que existen diferentes ejemplos. Pero como lo refiere la anécdota de Tales, no es eso por lo que se afanan los filósofos.

Hace poco, intentando descansar un poco de mi trabajo doctoral decidí dedicarme a algún videojuego clásico, de aquellos que me hayan brindado mis mejores horas frente al computador. Claro que sí, instalé el mismísimo Diablo II, con expansión y todo y me puse a jugar. Inmediatamente elegí a un personaje, luego a otros dos y me dispuse a subir de nivel, a vencer a Andariel y a perseguir al mismo Diablo al infierno y a darle muerte. Sin embargo, algo me llamó la atención: El cubo horádrico trasmutaba runas, e incluso encontré algunas que no estaban disponibles la última vez que había jugado el juego. Seguí con el juego, al tiempo que con la filosofía. 

Y es que la filosofía se parece, precisamente, al trabajo con las runas. Las runas, comunes a varios videojuegos y vinculadas a una forma secreta y mágica de escritura vikinga, consisten en algunos trazos sobre piedras que dependiendo del modo en que se pongan forman ciertas palabras, que al “incrustarse” en un objeto, se obtiene un objeto diferente, pues ahora es algo “imbuido” de un poder especial. Se parece de este modo a la creación de un Golem, criatura de materia ordinaria que cobra vida al inscribir sobre su frente un símbolo sagrado (usualmente el aleph) y cuya única forma de exterminarlo es borrando dicho símbolo. En definitiva, el punto que sostengo es que la filosofía influye en el mundo, lo crea y lo transforma, mediante los conceptos.

Así, como cuando soy capaz en Diablo II de imbuir mágicamente una simple espada a partir de una “palabra rúnica” obteniendo con ello un poder especial de lo que fuera en su momento una “mera espada”, así mismo, los conceptos filosóficos funcionan como “palabras rúnicas” que imbuyen al lenguaje con el que nos referimos a la realidad de un poder tal, que son capaces de transformar incluso el mismo. No afirmo acá que la realidad se reduzca al concepto, y por ello no basta con figurar nuevas palabras, como si por el mero hecho de forjarlas ya se creara una “nueva realidad”. Tal tendencia, cara a algunos posmodernos, es simplista. Lo que afirmo en estas líneas es que los conceptos, si bien se sirven de nombres, radican en aquello que precisamente aumentan en la realidad de lo que designan. En consecuencia, por  poner un ejemplo, no es lo mismo lo que es “útil” que lo que es “bueno” o lo que es “necesario”. Se puede afirmar que el placer es “útil” pero no “necesario”. Sin embargo ¿conviene aceptar tal mutilación de la experiencia humana del placer? Ciertamente, como humanos, y en nuestra escuela, como herederos de Epicuro, encontramos la necesidad del placer. Ante ello, nuestra herencia cristiana, ascética, gnóstica y capitalista intentan desmentir precisamente tal postulado. ¿Pero qué decir? Nos movemos aquí en un campo intermedio, donde no hay episteme total, ni doxa total. Es el espacio del discurso, que conviene como espacio filosófico.

Es imposible forjar la “palabra” perfecta, sencillamente porque no existe como tal; esto es, no hay nada como “la mejor forma” de entender un cierto concepto. Por ello, la filosofía funciona como forja de conceptos. En ella se martillan los conceptos, una y otra vez, y se ponen en circulación, y cuando pierden su filo, cuando caen en desuso y pierden su valor, sirven para la forja de otros nuevos conceptos, tal como en las forjas de antaño cuando se utilizaban restos de espadas y escudos para forjar nuevo armamento. La filosofía es entonces la armería, en la que es posible encontrar lo necesario para hacer de lo ordinario algo extraordinario, mediante un concepto, que a modo de “palabra rúnica” atribuya significados y poder a las realidades en que vivimos.




Así, pensar que se puede andar sin filosofía por la vida, es, manteniendo la analogía, pretender derrotar a Diablo, Mefisto y Baal con un ítem sin poder ni encantamiento, como un vulgar cetro. Más allá de la analogía, prescindir de la filosofía significa precisamente un empobrecimiento del mundo, pues se nos condena a entender “lo útil” de una cierta manera. Así, la filosofía le conviene al joven pobre, para que no sea pobre de mundo, y si tiene el temple de seguir, de riqueza. Pero eso no es lo que le interesa al filósofo, repetimos con Tales.

Lo que busca el filósofo se parece más bien a lo que busca el jugador de Diablo. Subir de nivel para ir consiguiendo más y mejores runas, para ir y venir por el mundo asechando demonios, en la búsqueda constante de la mejor forma de imbuir un arma. Así, el filósofo va martillando sobre sus conceptos y buscando de aquellas “palabras rúnicas” que por su modo de decirse sobre el mundo, hacen que un cierto objeto adquiera un “poder” capaz de erradicar a los propios demonios. La filosofía es un exorcismo interminable.




[1] La anécdota la cuenta Aristóteles en Política(1259 a) y es como sigue: “Por ejemplo, lo que se le ocurrió a Tales de Mileto…Como se le reprochaba por su pobreza lo inútil que era su amor a la sabiduría, cuentan que previendo, gracias a sus conocimientos de astronomía, que habría una buena cosecha de aceitunas cuando todavía era invierno, entregó fianzas con el poco dinero que tenía para arrendar todos los molinos de aceite de Mileto y Quíos, alquilándolos por muy poco porque no tenía ningún competidor. Cuando llegó el momento oportuno, muchos los buscaban a la vez y con urgencia, y él los realquiló en las condiciones que quiso, y, habiendo reunido mucho dinero, demostró que es fácil para los filósofos enriquecerse, si quieren, pero no es eso por lo que se afanan.”

lunes, 7 de noviembre de 2016

¿Cuánta oscuridad soporta un hombre? A propósito de la oscuridad en los videojuegos




 “La oscuridad no es más que ausencia de luz”  reza el dicho popular. En estos términos, la oscuridad queda entendida como la “no-luz”, como lo opuesto a la luz. En este sentido, la oscuridad no sería nada más que la ausencia de su opuesto. Es decir, la oscuridad tiene una existencia negativa, privativa si se quiere. No es que “haya” oscuridad. De lo que se trata es que no hay luz. Así, en la oscuridad hay exactamente lo mismo que hay en la luz, solo que no se puede ver. Pero si se cuenta con una linterna, si tan solo se pudiera iluminar lo que está oscuro, con tan solo ese gesto, la oscuridad misma se disipa. Así que no hay que preguntarse “¿a dónde va la oscuridad?” porque en sentido estricto nunca “hubo” algo tal como oscuridad, sino solamente la ausencia de luz. Así que no hay que temer a la oscuridad, porque ella no es nada. Si tan infantil miedo te llega a abarcar, tan solo debes encender una luz...

  
A menos que estés en un videojuego. En los videojuegos hay oscuridad. Y las hay de todas las formas y los tipos y siempre  se trata de una oscuridad positiva (es decir, efectiva, lo opuesto a negativa, como se define usualmente). La oscuridad esconde criaturas, algunas que apenas se descubren con la luz, otras que jamás saldrán a la luz pero que viven en las sombras. La oscuridad es un ente. No es puramente ausencia de luz. Hay oscuridades que ni siquiera la luz afecta. Hay oscuridades siniestras y demoniacas (Alan Wake), las hay bellas e inspiradoras (Lost in shadow). Hay incluso mundos en los que la condición de posibilidad de su mundaneidad es la oscuridad misma (The Unfinished Swan).


Hay incluso juegos en donde se trata de jugar directa y exclusivamente con la oscuridad. La totalidad del género de los Survival Horror tienen en común esa oscuridad sobrenatural que cubre el mundo, que penetra demasiado en los lugares. Que incluso, así se apunte la linterna directamente, hay sombras, hay algo positivo[1] en lo oscuro. Esta positivización de la oscuridad en los videojuegos ha logrado sublimes expresiones. Mi favorita es la de Amnesia, porque es una oscuridad que no solo es exterior, sino que se introduce en el personaje, en el jugador mismo. Pues el personaje enloquece si se queda mucho tiempo en la oscuridad, y cualquier antídoto contra la oscuridad es breve y eventualmente irrisorio. Pagas con tu cordura la luz que has usado y la oscuridad invade tu mente para suplir el espacio que ha dejado tu sano juicio. La pantalla se nubla y la interfaz misma se ve oscurecida. Todo suena distorsionado. Ahora el interior mismo del personaje se ha oscurecido... Y me atrevo a decir que con ella la interioridad misma del jugador. No en vano, la primera sugerencia del juego es jugar con audífonos, para que la experiencia sea más inmersiva. Y eso nos da miedo, no porque nos asustemos con seres deformes que aparecen repentinamente en medio de una música disonante y tensa, sino porque el miedo permanece tras el juego. Algo de la oscuridad queda en nuestra cabeza, algo de ella ha cubierto nuestra mente. Incluso sin jugar empezamos a ver las sombras de manera distinta. Ya la oscuridad no parece meramente una ausencia de luz, sino que parece que es algo que huye ante la luz, pero que vuelve a ocupar su lugar, y que eventualmente, en algún momento, conservará su lugar así haya luz.

Es interesante ver cómo en el proceso de creación de videojuegos, precisamente la oscuridad es una creación. Primero se diseña el mundo, se renderiza, y finalmente se le pone oscuridad. Bien sea bajando los niveles de luz, bien sea aplicando texturas, filtros y shades, pero la intención del estudio siempre es crear la oscuridad. Se trata de una oscuridad intencional, que ningún jugador podrá iluminar del todo. El juego puede terminarse y resolver la narrativa de la trama argumental, pero el mundo mismo, tras su creación, ha quedado sumido en las sombras.


Piénsese en este caso en Alan Wake. Las sombras no solamente son algo, son alguien, no muy claro de que clase de quién se trata, pero la oscuridad misma habla y tiene voluntad. Es una oscuridad colosal, cubre montañas y bosques. Alan Wake cree que puede vencer, uno juega con el convencimiento completo de que puede vencer (al final es hasta cómico, con linterna y una pistola en contra de la oscuridad misma). El juego se desarrolla entre el día y la noche, pero lo que hay en el día no es lo mismo que lo que hay en la noche.  Se trata de dos mundos diferentes que difícilmente podríamos decir que coinciden en el espacio, pues incluso este se ve transformado (es lo que vemos en el último capítulo del juego).  Y es que las sombras crean su mundo. No es únicamente la luz con sus colores y matices, sino las sombras con su combinación inherente de texturas y formas, con su indeterminación, es capaz de recombinar y reconstruir el mundo mismo.

Y si bien parecería, en un primer plano que hablamos desde una perspectiva visual (lo cual es apenas consecuente en un blog sobre videojuegos), el planteamiento filosófico que hay aquí es más profundo. Lo que en el fondo nos están mostrando estos juegos no es solamente un mundo en el que a duras penas se puede ver, sino un mundo en el que, lo que metafísicamente de había definido como negatividad, es positividad. Así, son metáforas perfectas contra aquellos fervorosos defensores de la teodicea que dicen que el mal es la ausencia de bien, que la virtud es la ausencia de ignorancia, que el miedo es la ausencia de la seguridad... Etc. No amigos, los videojuegos nos traen un mensaje terrible: hay positividad en todo ello. El mal es algo, la ignorancia no es ausencia de saber, y el miedo tiene una realidad efectiva. Todo ello adquiere una entidad, que no precisa de ser substancial para ser efectiva. Ciertamente, desde una metafísica de la presencia y de la substancia, amiga de la teodicea y del consuelo fácil, podríamos decir que la oscuridad es ausencia de luz, así como el mal es la ausencia de bien (lo cual resulta muy sospechoso, porque podría pensarse con total validez justamente lo contrario). Pero acá nos movemos bajo otros referentes, donde la positividad de algo no depende directamente de su substancialidad. La oscuridad no es ausencia de luz, la oscuridad es algo que existe  en el mismo plano que la luz, que se yuxtapone a ella. Como se une lo vertical con lo horizontal, yuxtapuestos en un punto, así la oscuridad y la luz, y me atrevería a decir que el bien y el mal, se tocan en un solo punto. Y ese punto del mundo en que ambas dimensiones se tocan resulta inquietante.

Así que la próxima vez que sientas miedo entre las sombras de tu cuarto, no busques consuelo en una luz que enciendes ni en un radio que suena. El miedo y la oscuridad no se evitan de ese modo. Lo único que lograrás será un consuelo ficticio y un oscuridad  fortalecida y más profunda,  que quizás te mira desde arriba, entre las sombras cuando tú apuntas hacia abjo temerosamente la linterna de tu celular... Y no soy el único que piensa así.



Feliz Halloween y feliz día de todos los muertos. 






[1] Nos referimos aquí a “positivo” en un sentido claramente filosófico. No tiene nada que ver con un optimismo, sino que refiere el carácter efectivo del objeto. Positivo aquí tiene por opuesto a negativo, y no tiene nada que ver con algo bueno o malo, ni con optimismo ni pesimismo.

viernes, 21 de octubre de 2016

Thymos en los videojuegos: O de cómo la ira nos llena de poder


Cuando era un pequeño, después de haber logrado rescatar a la esquiva princesa en mi consola de 8-bits Nintendo, me surgió una pregunta irresoluble, a saber: ¿era posible derrotar a Bowser con el puro tacto de Mario, si llegaba con el poder de una estrella (Starman)? Es decir, en el juego todo sucumbía ante el poder titilante de un Mario devorador de estrellas; hasta los acorazados irrompibles, morían con el mero contacto. Tras obtener más experiencia en videojuegos, descubrí que era una técnica, ahora usual en la industria, a saber: otorgarle al jugador un estado de invulnerabilidad, de supremacía, que si bien dura unos pocos segundos, es tan poderosa como destructiva. No hay enemigo que pueda resistir al poder supremo. Esto es manifiesto en algunos juegos (Mario, Sonic, Rayman, Darksiders, etc.), y discreto en otros (la primerísima misión de Altair en Assassins Creed o de Alex Mercer en Prototype), pero en todos estos juegos la mecánica es la misma: en un cierto momento somos más de lo que somos, es una posesión sobrenatural de algo o el recurso extraordinario a algo que nos permite con el mero “tacto” destruir a nuestro enemigo. 


Seria una mera estrategia de diseño de videojuegos, si no se escondiera un concepto tras esta mecánica, a saber: lo que los griegos llamaron thymos, un estado de exaltación momentánea, la posesión de un elemento no humano que es capaz de llevar lo humano más allá de sus propios límites y que está ligada con la propia valía. No todos adquieren ese poder, y el poder mismo implica ser reconocido. Esta mecánica, que resulta eventualmente adictiva, porque nos llena de poder así sea momentáneamente, es una prefiguración de lo que en su momento caracterizó a Aquiles y que constituye la primera línea de la Iliada: “Canta, oh Musa, la cólera del pélida Aquiles...” La ira de Aquiles, ante el trato que Agamenón le brinda, y ante la muerte de su amante, Patroclo, esta ira doblega a los mismos Dioses, quienes se apresuran a forjar una nueva armadura para el semidiós. La Ilíada misma trata del modo en que la ira de Aquiles le da un “extra” al mundo, y el poeta convoca a las mismas musas para que canten no a Aquiles, sino a su cólera, elemento divino, un extra en el mundo, que desata una novedad.

Eso es precisamente lo que llama la atención de Sloterdijk en su texto “Ira y Tiempo”, donde el filósofo afirma que si bien en la antigüedad lo novedoso está vinculado con lo heroico, el impulso que propende a esta novedad es algo divino que momentáneamente lleva al hombre a su siguiente nivel: thymos. Como mortal, el hombre no puede controlarlo, pero tampoco logra sustraerse a su efecto. La ira es un elemento divino que en su intromisión en el mundo siembra la simiente de lo nuevo, y en consecuencia, no se trata de una vulgar rabia, sino precisamente de una fuerza sobrenatural:

“Por consiguiente: la cólera debe cantarse en los momentos maduros, cuando ella ya experimenta a su portador. No es otra cosa la que tiene Homero en su mente cuando refiere íntegramente el largo asedio de Troya ... Decisivo es que el guerrero mismo, tan pronto se agite la ira sublime, vivencie una especie de presencia numinosa. Solo por ello la ira heroica, expresada en su más dotado instrumento, puede significar más que una  mera rabieta profana” (p. 19)

El mundo moderno ha querido neutralizar la ira: Es uno de los pecados capitales, es un vicio o incluso un síntoma de neurosis. Conviene controlar la ira. Hay talleres y formas terapéuticas de canalizarla. Quien estalla en ira, requeriría de asistencia profesional. Resulta curioso que nuestra cultura occidental, fundada en la ira de un héroe, y más tardíamente en la ira de un Dios, le tema tanto a la ira. Incluso hemos  tratado de domesticarla en la indignación, y es por ello que nuestra forma moderna de la ira es la de la indignación misma. El movimiento de hace unos años de “los indignados” consistía precisamente en personas coléricas, pero de tal modo serían inaceptables. La indignación es una forma domesticada de la ira que resulta relativamente reflexiva y eventualmente discursiva, porque es humana. Pero el carácter extramundano de la ira es algo que hemos perdido...

Pero no en los videojuegos. En ellos nos es posible adquirir la ira y manifestarla, más allá de cualquier rabieta. Es una ira divina, creadora y destructora de mundos. Pienso en Gabriel convertido en Drácula (Castlevania), pienso en Guerra  transformado en su forma iracunda de jinete apocalíptico (Darksiders), pienso en Starkiller calcinando a sus enemigos con un estallido de la fuerza (The Force Unleashed). Esto es algo que no pertenece directamente al mundo, pero que una vez adquirido revela el verdadero poder y marca un hito en la historia que se cuenta. Es posible desatar más de una vez el poder de la ira (o su equivalente en el videojuego de turno), pero su importancia no es narrativa sino performativa, esto es, de aquello que viene al mundo cuando ocurre. Lo relevante de la ira no es lo que significa, sino lo que hace, y el efecto de la ira es completamente transformador, fundamentalmente destructor. La ira es descomunal y muchas de las veces es colosal (este elemento es particularmente explotado en los videojuegos, los personajes más poderosos son los más grandes). Pero a su vez, la ira plasmada en el mundo lo transforma, así como transforma al héroe de turno. Por esta razón es que, a menos que deseemos un fin del mundo precipitado, hemos encerrado la ira en lugares donde sus efectos nos dejen seguir viviendo.

Hay estudios que afirman que los videojuegos fomentan la violencia, y hay casos (aislados) donde es evidenciable. Yo quiero sostener una premisa diferente, a saber: los videojuegos son el resquicio que nos queda, en medio de un mundo civilizado y moralizado, para albergar la intromisión de la ira, como algo excepcional, en un mundo que nos mata de aburrimiento. Veo en esta práctica, que en el fondo es el punto neural de las claves que se usan en los diferentes juegos para obtener lo excepcional (oro, vida, tiempo, madera, etc.) el espacio intramundano para lo excepcional, cuya domesticación ha fracasado, por resultar insuficiente en el extrañamiento y la negación misma de la ira (cuya consigna es: “tener ira está mal”.)

No basta con poder indignarnos, a veces quisiéramos acabar con el mundo, y bueno, para eso están los videojuegos, para acabar con los mundos. Funcionan los juegos como compensaciones, como formas alternativas y catárticas para darle paso a la expresión del thymos. Bueno, no será tan épico como la cólera de Aquiles… o dependiendo del juego lo puede ser, si nos figuramos a Kratos en sus ataques de ira derrotando a los mismísimos Titanes. Así, conviene jugar con ira, con pathos, con thymos; luego podemos seguir siendo ciudadanos ejemplares que marchan a favor de la paz, sin querer destruir, en un ataque de  ira, a sus contradictores políticos. Solo en los videojuegos conviene dejar funcionando la premisa: 

fiat Utopia et pereat mundus[1]





[1] Hágase la utopía, perezca el mundo