“La vida es muy breve, como para
respetar los semáforos en GTA”. Tal es una máxima filosófica aplicada a los
videojuegos. Y es que nuestra vida es breve, no solo dentro de los videojuegos
sino, y esto es lo triste, fuera de ellos. Tan solo tenemos una vida, marcada
por el nacimiento y la muerte, para jugar múltiples juegos con múltiples vidas.
Y es que precisamente, en tanto que solo tenemos una vida, necesitamos más, y
ya que no recibimos una vida extra cuando encontramos hongos verdiblancos, ni
cuando recogemos cien monedas, ni cuando cumplimos años, pues nos hemos puesto
a la tarea de conseguir vidas extras jugando.
No es una cuestión de drama
existencial ni mucho menos. Nuestra vida es breve y hemos de morir. Es un
hecho, a tal punto que entre los seres humanos, hasta la fecha, todos los que
han nacido, han muerto. Con nosotros muy seguramente será igual. Así que en
lugar de vivir una única vida, y de morir una única muerte, los gamers tenemos la
posibilidad de vivir muchas vidas y de tener muchas muertes (en especial si
juegas Dark Souls).
Pero nuestra vida es muy corta, y
el tiempo que tenemos en nuestra vida para jugar lo es aún más, así que nos
conviene la velocidad: jugar cuanto podamos y tan rápido como podamos. No solo
el mercado no da espera, nuestra vida no da espera. Y es que es como si algunos
juegos, más los de generaciones pasadas, se hubiesen quedado sin jugar por no
haber sido lo suficientemente veloz. Hay quienes en el paroxismo de la
velocidad acaban un videojuego el mismo día de su salida al mercado, como si no
hubiera tiempo para jugarlo después. Y no se trata simplemente de una cuestión
de records, sino que es de tiempo de vida. Lo que no jugamos ahora, ya luego no
lo podremos jugar. Nos conviene jugar a toda velocidad: full
speed go ahead!.
Pero nuestra vida es muy corta para
intentar jugar todos los juegos, que son muchos y necesitaríamos de muchas
vidas para poder jugarlos. El mercado es veloz y cada vez salen más y novedosos
juegos, pero nosotros volvemos a aquellos juegos que llevamos en nuestro
corazón. Nos quedamos en nuestros clásicos. Son como nuestros osos de peluche,
que llevamos como si fuéramos niños que le temen al cambio. Queremos que los
clásicos lo sean siempre, le tememos al cambio de los clásicos, al tiempo que
entendemos la velocidad del mismo cambio. Pero nos interesa profundamente
disfrutar una y otra vez de la buena experiencia que ha sido jugar un juego. ¿Quién,
acaso no se ha demorado en una misión porque la canción de la emisora en GTA era
demasiado buena? O ¿quién no decidió evitar el viaje rápido para llevar el
propio navío escuchando cantar a sus piratas en Black Flag? Nos conviene jugar
con lentitud y cadencia: Patience,
my friend!
Nuestra vida es muy breve por lo que
nos conviene jugar de modo veloz, pero también lentamente. Y conviene que así
sea, pues tal oposición resguarda nuestra libertad y nos impide caer en
principios totalitarios que mermen nuestra experiencia: tan terrible sería
tener que jugar todos los juegos tan rápido como podamos, sin atender a misiones
secundarias ni a experiencias extendidas de juego, como insoportable el que
tuviésemos que demorarnos en un juego en el que no deseamos estar. Esta doble
condición nos protege de solo jugar rápidamente (jugar a toda velocidad trunca
la experiencia de juego y no lograríamos pasar más allá del juego
casual, lo que sería la muerte del gamer) a la vez que nos protege de solo
jugar lentamente (recluirnos solo en los clásicos, dedicarnos a un único juego
de por vida sería la muerte del gamer). Esta doble condición es la que
realmente nos favorece para que nosotros, gamers, podamos decir, sin sentirnos
incómodos: soy un gamer, no porque no tenga una vida, sino porque decidí tener
muchas.
[1]
Las reflexiones aquí señaladas son apenas una aplicación de lo dicho por Odo Marquard
en su texto Breve Antropología del tiempo.
Esto es un ejercicio de filosofía aplicada a los videojuegos.
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