domingo, 22 de enero de 2017

Vita brevis: sobre el tiempo que nos es permitido jugar



“La vida es muy breve, como para respetar los semáforos en GTA”. Tal es una máxima filosófica aplicada a los videojuegos. Y es que nuestra vida es breve, no solo dentro de los videojuegos sino, y esto es lo triste, fuera de ellos. Tan solo tenemos una vida, marcada por el nacimiento y la muerte, para jugar múltiples juegos con múltiples vidas. Y es que precisamente, en tanto que solo tenemos una vida, necesitamos más, y ya que no recibimos una vida extra cuando encontramos hongos verdiblancos, ni cuando recogemos cien monedas, ni cuando cumplimos años, pues nos hemos puesto a la tarea de conseguir vidas extras jugando.


No es una cuestión de drama existencial ni mucho menos. Nuestra vida es breve y hemos de morir. Es un hecho, a tal punto que entre los seres humanos, hasta la fecha, todos los que han nacido, han muerto. Con nosotros muy seguramente será igual. Así que en lugar de vivir una única vida, y de morir una única muerte, los gamers tenemos la posibilidad de vivir muchas vidas y de tener muchas muertes (en especial si juegas Dark Souls). 

Pero nuestra vida es muy corta, y el tiempo que tenemos en nuestra vida para jugar lo es aún más, así que nos conviene la velocidad: jugar cuanto podamos y tan rápido como podamos. No solo el mercado no da espera, nuestra vida no da espera. Y es que es como si algunos juegos, más los de generaciones pasadas, se hubiesen quedado sin jugar por no haber sido lo suficientemente veloz. Hay quienes en el paroxismo de la velocidad acaban un videojuego el mismo día de su salida al mercado, como si no hubiera tiempo para jugarlo después. Y no se trata simplemente de una cuestión de records, sino que es de tiempo de vida. Lo que no jugamos ahora, ya luego no lo podremos jugar. Nos conviene jugar a toda velocidad: full speed go ahead!.


Pero nuestra vida es muy corta para intentar jugar todos los juegos, que son muchos y necesitaríamos de muchas vidas para poder jugarlos. El mercado es veloz y cada vez salen más y novedosos juegos, pero nosotros volvemos a aquellos juegos que llevamos en nuestro corazón. Nos quedamos en nuestros clásicos. Son como nuestros osos de peluche, que llevamos como si fuéramos niños que le temen al cambio. Queremos que los clásicos lo sean siempre, le tememos al cambio de los clásicos, al tiempo que entendemos la velocidad del mismo cambio. Pero nos interesa profundamente disfrutar una y otra vez de la buena experiencia que ha sido jugar un juego. ¿Quién, acaso no se ha demorado en una misión porque la canción de la emisora en GTA era demasiado buena? O ¿quién no decidió evitar el viaje rápido para llevar el propio navío escuchando cantar a sus piratas en Black Flag? Nos conviene jugar con lentitud y cadencia: Patience, my friend!
 
Nuestra vida es muy breve por lo que nos conviene jugar de modo veloz, pero también lentamente. Y conviene que así sea, pues tal oposición resguarda nuestra libertad y nos impide caer en principios totalitarios que mermen nuestra experiencia: tan terrible sería tener que jugar todos los juegos tan rápido como podamos, sin atender a misiones secundarias ni a experiencias extendidas de juego, como insoportable el que tuviésemos que demorarnos en un juego en el que no deseamos estar. Esta doble condición nos protege de solo jugar rápidamente (jugar a toda velocidad trunca la experiencia de juego y no lograríamos pasar más allá del juego casual, lo que sería la muerte del gamer) a la vez que nos protege de solo jugar lentamente (recluirnos solo en los clásicos, dedicarnos a un único juego de por vida sería la muerte del gamer). Esta doble condición es la que realmente nos favorece para que nosotros, gamers, podamos decir, sin sentirnos incómodos: soy un gamer, no porque no tenga una vida, sino porque decidí tener muchas.





[1] Las reflexiones aquí señaladas son apenas una aplicación de lo dicho por Odo Marquard en su texto Breve Antropología del tiempo. Esto es un ejercicio de filosofía aplicada a los videojuegos.

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