Que algunos se quejen de que
tenemos demasiados conceptos en nuestra vida, en nuestras leyes y en nuestras
ciencias; yo me quejo de que tenemos muy pocos. Según una definición ya clásica
y un tanto tácita, la filosofía se encarga del concepto, o si se nos permite,
de los conceptos. Pero no es del todo claro a qué se refiere eso de que la
filosofía trate de conceptos. Hace
un mes, un alcalde de Cartagena, Colombia, generó revuelo por afirmar que a un
pobre no le sirve de nada la filosofía y que debería brindársele una
educación más técnica. No lo culpo, ciertamente no tiene idea de qué es lo que
hace la filosofía. Similar historia le aconteció a Tales de Mileto, a quien se
le dijo que su filosofía lo dejaría pobre, y utilizó todo su saber para
explotar a los arrendatarios de Molinos en la molienda de aceitunas del verano
siguiente[1].
Que
la filosofía puede llegar a ser una fuente de empleo, una
fuente de riqueza, e incluso
una inspiración para música o para videojuegos, es algo de lo que existen
diferentes ejemplos. Pero como lo refiere la anécdota de Tales, no es eso por lo que se afanan los
filósofos.
Hace poco, intentando descansar
un poco de mi trabajo doctoral decidí dedicarme a algún videojuego clásico, de
aquellos que me hayan brindado mis mejores horas frente al computador. Claro
que sí, instalé el mismísimo Diablo II,
con expansión y todo y me puse a jugar. Inmediatamente elegí a un personaje,
luego a otros dos y me dispuse a subir de nivel, a vencer a Andariel y a
perseguir al mismo Diablo al infierno y a darle muerte. Sin embargo, algo me
llamó la atención: El cubo horádrico
trasmutaba runas, e incluso encontré algunas que no estaban disponibles la
última vez que había jugado el juego. Seguí con el juego, al tiempo que con la
filosofía.
Y es que la filosofía se parece,
precisamente, al trabajo con las runas. Las runas, comunes a varios videojuegos
y vinculadas a una forma secreta y mágica de escritura vikinga, consisten en
algunos trazos sobre piedras que dependiendo del modo en que se pongan forman
ciertas palabras, que al “incrustarse” en un objeto, se obtiene un objeto
diferente, pues ahora es algo “imbuido” de un poder especial. Se parece de este
modo a la creación de un Golem,
criatura de materia ordinaria que cobra vida al inscribir sobre su frente un
símbolo sagrado (usualmente el aleph) y cuya única forma de exterminarlo es
borrando dicho símbolo. En definitiva, el punto que sostengo es que la
filosofía influye en el mundo, lo crea y lo transforma, mediante los conceptos.
Así, como cuando soy capaz en
Diablo II de imbuir mágicamente una simple espada a partir de una “palabra
rúnica” obteniendo con ello un poder especial de lo que fuera en su momento una
“mera espada”, así mismo, los conceptos filosóficos funcionan como “palabras
rúnicas” que imbuyen al lenguaje con el que nos referimos a la realidad de un
poder tal, que son capaces de transformar incluso el mismo. No afirmo acá que
la realidad se reduzca al concepto, y por ello no basta con figurar nuevas
palabras, como si por el mero hecho de forjarlas ya se creara una “nueva
realidad”. Tal tendencia, cara a algunos posmodernos, es simplista. Lo que
afirmo en estas líneas es que los conceptos, si bien se sirven de nombres,
radican en aquello que precisamente aumentan en la realidad de lo que designan.
En consecuencia, por poner un ejemplo,
no es lo mismo lo que es “útil” que lo que es “bueno” o lo que es “necesario”.
Se puede afirmar que el placer es “útil” pero no “necesario”. Sin embargo
¿conviene aceptar tal mutilación de la experiencia humana del placer?
Ciertamente, como humanos, y en nuestra escuela, como herederos de Epicuro,
encontramos la necesidad del placer. Ante ello, nuestra herencia cristiana,
ascética, gnóstica y capitalista intentan desmentir precisamente tal postulado.
¿Pero qué decir? Nos movemos aquí en un campo intermedio, donde no hay episteme
total, ni doxa total. Es el espacio del discurso, que conviene como espacio
filosófico.
Es imposible forjar la “palabra”
perfecta, sencillamente porque no existe como tal; esto es, no hay nada como “la
mejor forma” de entender un cierto concepto. Por ello, la filosofía funciona
como forja de conceptos. En ella se martillan los conceptos, una y otra vez, y
se ponen en circulación, y cuando pierden su filo, cuando caen en desuso y
pierden su valor, sirven para la forja de otros nuevos conceptos, tal como en
las forjas de antaño cuando se utilizaban restos de espadas y escudos para
forjar nuevo armamento. La filosofía es entonces la armería, en la que es
posible encontrar lo necesario para hacer de lo ordinario algo extraordinario,
mediante un concepto, que a modo de “palabra rúnica” atribuya significados y
poder a las realidades en que vivimos.
Así, pensar que se puede andar
sin filosofía por la vida, es, manteniendo la analogía, pretender derrotar a
Diablo, Mefisto y Baal con un ítem sin poder ni encantamiento, como un vulgar
cetro. Más allá de la analogía, prescindir de la filosofía significa
precisamente un empobrecimiento del mundo, pues se nos condena a entender “lo
útil” de una cierta manera. Así, la filosofía le conviene al joven pobre, para
que no sea pobre de mundo, y si tiene el temple de seguir, de riqueza. Pero eso
no es lo que le interesa al filósofo, repetimos con Tales.
Lo que busca el filósofo se
parece más bien a lo que busca el jugador de Diablo. Subir de nivel para ir consiguiendo más y mejores runas,
para ir y venir por el mundo asechando demonios, en la búsqueda constante de la
mejor forma de imbuir un arma. Así, el filósofo va martillando sobre sus
conceptos y buscando de aquellas “palabras rúnicas” que por su modo de decirse
sobre el mundo, hacen que un cierto objeto adquiera un “poder” capaz de
erradicar a los propios demonios. La filosofía es un exorcismo interminable.
[1]
La anécdota la cuenta Aristóteles en Política(1259 a) y es como sigue: “Por ejemplo, lo que se le ocurrió a Tales de
Mileto…Como se le reprochaba por su pobreza lo inútil que era su amor a la
sabiduría, cuentan que previendo, gracias a sus conocimientos de astronomía,
que habría una buena cosecha de aceitunas cuando todavía era invierno, entregó
fianzas con el poco dinero que tenía para arrendar todos los molinos de aceite
de Mileto y Quíos, alquilándolos por muy poco porque no tenía ningún
competidor. Cuando llegó el momento oportuno, muchos los buscaban a la vez y
con urgencia, y él los realquiló en las condiciones que quiso, y, habiendo
reunido mucho dinero, demostró que es fácil para los filósofos enriquecerse, si
quieren, pero no es eso por lo que se afanan.”
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