Cuando era un pequeño, después de haber logrado rescatar a la esquiva
princesa en mi consola de 8-bits Nintendo, me surgió una pregunta irresoluble,
a saber: ¿era posible derrotar a Bowser con el puro tacto de Mario, si llegaba
con el poder de una estrella (Starman)? Es decir, en el juego todo sucumbía
ante el poder titilante de un Mario devorador de estrellas; hasta los acorazados
irrompibles, morían con el mero contacto. Tras obtener más experiencia en videojuegos,
descubrí que era una técnica, ahora usual en la industria, a saber: otorgarle
al jugador un estado de invulnerabilidad, de supremacía, que si bien dura unos
pocos segundos, es tan poderosa como destructiva. No hay enemigo que pueda
resistir al poder supremo. Esto es manifiesto en algunos juegos (Mario, Sonic,
Rayman, Darksiders, etc.), y discreto en otros (la primerísima misión de Altair
en Assassins Creed o de Alex Mercer en Prototype), pero en todos estos juegos
la mecánica es la misma: en un cierto momento somos más de lo que somos, es una
posesión sobrenatural de algo o el recurso extraordinario a algo que nos
permite con el mero “tacto” destruir a nuestro enemigo.
Seria una mera estrategia de diseño de videojuegos, si no se escondiera un
concepto tras esta mecánica, a saber: lo que los griegos llamaron thymos, un
estado de exaltación momentánea, la posesión de un elemento no humano que es
capaz de llevar lo humano más allá de sus propios límites y que está ligada con
la propia valía. No todos adquieren ese poder, y el poder mismo implica ser
reconocido. Esta mecánica, que resulta eventualmente adictiva, porque nos llena
de poder así sea momentáneamente, es una prefiguración de lo que en su momento
caracterizó a Aquiles y que constituye la primera línea de la Iliada: “Canta, oh
Musa, la cólera del pélida Aquiles...” La ira de Aquiles, ante el trato que
Agamenón le brinda, y ante la muerte de su amante, Patroclo, esta ira doblega a
los mismos Dioses, quienes se apresuran a forjar una nueva armadura para el semidiós.
La Ilíada misma trata del modo en que la ira de Aquiles le da un “extra” al
mundo, y el poeta convoca a las mismas musas para que canten no a Aquiles, sino
a su cólera, elemento divino, un extra en el mundo, que desata una novedad.
Eso es precisamente lo que llama la atención de Sloterdijk en su texto “Ira
y Tiempo”, donde el filósofo afirma que si bien en la antigüedad lo novedoso
está vinculado con lo heroico, el impulso que propende a esta novedad es algo
divino que momentáneamente lleva al hombre a su siguiente nivel: thymos. Como
mortal, el hombre no puede controlarlo, pero tampoco logra sustraerse a su
efecto. La ira es un elemento divino que en su intromisión en el mundo siembra
la simiente de lo nuevo, y en consecuencia, no se trata de una vulgar rabia,
sino precisamente de una fuerza sobrenatural:
“Por
consiguiente: la cólera debe cantarse en los momentos maduros, cuando ella ya
experimenta a su portador. No es otra cosa la que tiene Homero en su mente
cuando refiere íntegramente el largo asedio de Troya ... Decisivo es que el
guerrero mismo, tan pronto se agite la ira sublime, vivencie una especie de
presencia numinosa. Solo por ello la ira heroica, expresada en su más dotado
instrumento, puede significar más que una mera rabieta profana” (p. 19)
El mundo moderno ha querido neutralizar la ira: Es uno de los pecados
capitales, es un vicio o incluso un síntoma de neurosis. Conviene controlar la
ira. Hay talleres y formas terapéuticas de canalizarla. Quien estalla en ira,
requeriría de asistencia profesional. Resulta curioso que nuestra cultura
occidental, fundada en la ira de un héroe, y más tardíamente en la ira de un
Dios, le tema tanto a la ira. Incluso hemos tratado de domesticarla en la indignación, y
es por ello que nuestra forma moderna de la ira es la de la indignación misma.
El movimiento de hace unos años de “los indignados” consistía precisamente en personas
coléricas, pero de tal modo serían inaceptables. La indignación es una forma
domesticada de la ira que resulta relativamente reflexiva y eventualmente
discursiva, porque es humana. Pero el carácter extramundano de la ira es algo
que hemos perdido...
Hay estudios que afirman que los videojuegos fomentan la violencia, y hay
casos (aislados) donde es evidenciable. Yo quiero sostener una premisa diferente,
a saber: los videojuegos son el resquicio que nos queda, en medio de un mundo
civilizado y moralizado, para albergar la intromisión de la ira, como algo
excepcional, en un mundo que nos mata de aburrimiento. Veo en esta práctica,
que en el fondo es el punto neural de las claves que se usan en los diferentes
juegos para obtener lo excepcional (oro, vida, tiempo, madera, etc.) el espacio
intramundano para lo excepcional, cuya domesticación ha fracasado, por resultar
insuficiente en el extrañamiento y la negación misma de la ira (cuya consigna
es: “tener ira está mal”.)
No basta con poder indignarnos, a veces quisiéramos acabar con el mundo, y
bueno, para eso están los videojuegos, para acabar con los mundos. Funcionan
los juegos como compensaciones, como formas alternativas y catárticas para
darle paso a la expresión del thymos.
Bueno, no será tan épico como la cólera de Aquiles… o dependiendo del juego lo
puede ser, si nos figuramos a Kratos en sus ataques de ira derrotando a los
mismísimos Titanes. Así, conviene jugar con ira, con pathos, con thymos; luego
podemos seguir siendo ciudadanos ejemplares que marchan a favor de la paz, sin
querer destruir, en un ataque de ira, a
sus contradictores políticos. Solo en los videojuegos conviene dejar
funcionando la premisa:
fiat Utopia et pereat mundus[1]
Me encantó, me enseñaste algo nuevo, y eso es algo que valoro.
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