Que la filosofía se ocupa de lo general es una premisa conocida y acaso una de las críticas más inmediatas y superfluas que se le hace. Pero esta breve caracterización tiene su verdad. La filosofía ha erigido su palacio en torno a las categorías de lo Universal y de lo Necesario y el culmen de esta clase de filosofía es el idealismo alemán, con el sistema de Hegel como punta de lanza, pues éste logra explicar el todo, de tal manera que afirma sin ningún tipo de dificultad que todo lo real es racional y todo lo racional es real. Ante este tipo de filosofía suele surgir una filosofía de carácter fragmentario, orientado a lo particular, al individuo, a la existencia contingente. Así que tras todo gran sistema metafísico, es de esperar un respuesta apologética de lo contingente, de lo innecesario, de lo circunstancial e individual (así tras Anaximandro, viene Sócrates; tras Descartes, Pascal; tras Hegel, Kierkegaard, etc.) Este tipo de filosofía considera, para utilizar la expresión de Kierkegaard respecto a Hegel, que se parece a aquel hombre que ha construido un ostentoso palacio, con sus cámaras y salones, y se queda viviendo fuera. En resumidas cuentas la crítica es simple: un sistema que explica todo, suele dejar algo pendiente e irresuelto, que es la cuestión por el yo mismo que filosofa, por el individuo mismo.
Esta filosofía que defiende lo
contingente y lo particular, suele ser una filosofía inspirada en individuos y
dirigida a individuos. Pero es clave señalar que el término “individuo” no
significa aquí el cada uno de nosotros;
de hecho, muchos no tendríamos tal existencia individual, sino que tendríamos
una existencia en términos de masa, de generalidad, de aquello que sería
reducible a una fórmula universal y necesaria. Individuo no significa un
elemento aislado de la generalidad, sino aquel sujeto que posee el pathos suficiente para comprender la
alternativa:
Amigo mío: Vuelvo a decirte lo que
tantas veces te he dicho, o, más bien, te lo grito: o lo uno o lo otro, aut-aut, introducir un solo aut a título correctivo no basta para arreglar las
cosas, pues lo que está en juego es demasiado importante como para limitarse a
una de sus partes, demasiado consistente como para poseerlo de manera parcial.
En la vida hay situaciones en las que sería ridículo y hasta insensato aplicar
ese «o… o…»; pero hay también hombres cuya alma es demasiada disoluta como para
captar lo que comporta ese dilema, cuya personalidad carece de la energía como
para decir «o… o…» con pathos
suficiente.
(Kierkegaard. O lo uno o lo Otro, 155)
Por eso, para los filósofos que
enfatizan en este pathos (como
Kierkegaard o Nietzsche, etc.) no basta con hablar del individuo, sino que la
filosofía se hace en torno a un cierto individuo, bien sea Abraham o bien sea
Zarathustra. Son individuos que han tenido el coraje para elegir, en virtud de una cuya
sensibilidad, pathos, ante la
diversidad del mundo, ante lo contingente; y en virtud de esa elección, así como de la angustia que la
precede y la desesperación que le sigue, no son plenamente reducibles a un
sistema total. En el idealismo Hegeliano, esto se llama, muy adecuadamente, “una
conciencia desgraciada” y refiere precisamente al individuo que no logra la
mediación con lo general para que su personalidad quede restituida dentro de lo
universal. Abraham no logra esta mediación porque él está en una relación
absoluta con el absoluto en virtud del absurdo (pues desde la ética, Abraham
sería un asesino, así sea el padre de la fe). Pero Abraham no tiene una
mediación ritual o jurídica. Sencillamente, y desde la perspectiva de lo
general, es un hombre que abandona su patria y asesina a su hijo. Por lo menos
Agamenón sacrifica a Ifigenia para que la tropa griega pueda partir a Troya,
pero Abraham no tiene este tipo de justificación. Por ello, a decir de
Kierkegaard, Abraham es un caballero de la fe y no un caballero de la resignación,
como lo sería Agamenón, es decir, Agamenón puede ser comprendido y por ello es
un héroe trágico, pero Abraham obra en virtud del absurdo y por ello no es un
héroe trágico, sino un caballero de la fe.
Drácula es el individuo que ha
sido el elegido de Dios para vencer el mal, y hacerse él mismo con el mal del
mundo. Después de ello, no importa ni su vida ni su destino. Drácula se parece
a Agamenón, pues uno comprende la mediación en la que se juega su elección: la
ilusión de recuperar lo perdido tras una larga lucha; y podemos comprenderlo
porque Drácula y Agamenón son individuos resignados. Teniendo elección, optan
por el mandato de los Dioses. Sin embargo, sobre Drácula no se pueden erigir
panegíricos, pues se ha convertido en el portador del mal, en el mismísimo
Señor de la Oscuridad que ha podido vencer al mismísimo Satanás por la única
razón de albergar una maldad mayor.
Ahora bien, mientras que es
posible comprender el deseo de dominio del Demonio, las acciones de Drácula se
parecen más a las de Abraham, pues son realizadas en virtud del absurdo. No hay
nada que le convenga a Drácula, porque su misión ha sido cumplida, ahora está
abandonado a su suerte, fuera de todo plan de la Providencia[1].
Drácula obra en virtud del absurdo, con una vida inmortal, siendo un ser mortal
que no puede morir, así albergue todo el mal del mundo, el que carezca de
muerte hace inane todas sus acciones. Tal ha sido la elección de Dios, y es que
para decirlo con Kierkegaard:
Cuando Dios bendice a alguien, también lo maldice al mismo tiempo
(Temor y Temblor)
Gabriel, convertido en Dracul, es
un individuo cuya única elección que desea es aquella que le ha sido negada
pero que es la que más le pertenece, su propia muerte. Quizás la propia muerte
deje de ser lo más propio y sea el merecimiento más alto. De ser así, nuevamente
estaríamos desprotegidos ante una eventual tiranía de la Providencia y lo único
que nos quedaría sería el ruego del poeta:
Señor, a cada uno dale su muerte, /una muerte que de cada
vida brote /y en que haya amor, significado y sufrimiento. (Rainer Maria Rilke – Libro de Horas)
[1]
Esta es la situación que me parece arquetípica en Drácula y que serviría para
caracterizar, de alguna manera, un cierto sentir del hombre contemporáneo.
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