Uno de los grandes temas de la
filosofía moderna es la consolidación de una subjetividad, esto es, de la
capacidad de decir “yo”, y las consecuencias que se siguen de ello. La mejor
expresión de la teoría de la subjetividad llega con Fichte, quien estipula la
identidad del yo como principio supremo de la filosofía, a saber: “Yo soy yo”
(Ich bin Ich). En el fondo, toda la filosofía contemporánea ha sido el intento
de entender quién es ese yo que es capaz de decir “yo” con pleno derecho. Si se
trata de individuos, de personas con propiedades, de instituciones, de la
humanidad entera, etc.
Las dificultades para entender
ese yo han configurado gran parte de lo que hoy en día se denomina como “posmodernidad”
en la que la no-identificación del yo con alguna identidad, bien sea preestablecida,
bien sea construida, han motivado diversas configuraciones filosóficas que buscan
ser siempre de otro modo. Ahora bien,
la ausencia de identificación absoluta es una ilusión similar a la
identificación absoluta (negar una esencia tan radicalmente equivale a volver
esencial la falta de una esencia). En consecuencia, los procesos de
identificación del yo son variables, no solo históricamente y psicológicamente
sino, y quizás es lo más relevante en nuestro caso, simbólicamente.
Rimbaud escribe en Las cartas del vidente
que el fracaso para definir al “yo” siempre consiste en encasillarlo como
algo estático, incluso si se considera como actividad y dinamismo dentro de un
concepto estático, como el de identidad. Conviene definir al yo de otra manera,
el yo es otro, tal es la máxima de
Rimbaud. No anula la identidad ni la fija, sino que la propone siempre referida
a una alteridad. El mejor de los ejemplos de esto es lo que podríamos definir
como el correlato
objetivo, esto es, como aquellos símbolos que expresan mejor lo que uno es
que el mero ser uno mismo. El ejemplo
de Rimbaud es sublime, él se nos presenta como un barco
ebrio, como un barco borracho:
Iba,
sin preocuparme de carga y de equipaje,
con
mi trigo de Flandes y mi algodón inglés.
Cuando
al morir mis guías, se acabó el alboroto:
los
Ríos me han llevado, libre, adonde quería.
…
Y
yo, barco perdido bajo cabellos de abras,
lanzado
por la tromba en el éter sin pájaros,
yo,
a quien los guardacostas o las naves del Hansa
no
le hubieran salvado el casco ebrio de agua,
¿Qué significa esto? ¿Qué significa identificarse
con un barco borracho? La respuesta es análoga a lo que cualquiera que haya
quedado inmerso en un videojuego puede experimentar. ¿Qué significa ser una
gota de agua, o un chamán poderoso, o uno de los cuatro jinetes del
apocalipsis? De esto también se tratan los videojuegos. No son evasiones ni
sustitutos de la realidad, sino ampliaciones de una experiencia de la propia
subjetividad.
La mayoría de los videojuegos busca generar una
conexión con los personajes, por lo general mediante la la mímesis y la
similitud. Así si juegas Uncharted, la idea es que uno se sienta identificado
con el personaje de Nathan Drake; si juegas Bioshock, puedes conectarte con el
protagonista, o con el mismísimo Andrew Ryan; o si juegas Tomb Raider, en
particular las nuevas versiones del juego, te conectas con el crecimiento de
Lara, etc. Si un juego falla en crear esta conexión, fracasa rotundamente.
Piénsese la pregunta más simple de cualquier extraño que lo ve jugar a uno: “¿y
tú quién eres? Y la respuesta es del tipo: el de rojo, el que tiene la espada,
el que está centrado en la pantalla, ese triángulo, este punto, etc.
Así que los videojuegos son formas plurales de responder
al reto moderno de quién es el yo. No solamente se trata de una proximidad
psicológica, que es bien importante, sino que se trata de la posibilidad de
ser de múltiples modos, siempre algo distinto, siendo a la vez el jugador que
juega. Sería absurdo pensar que por jugar Mario Bros, soy un fontanero; pero es
cierto que ser fontanero en un videojuego es una de las formas en las que yo he
sido.
El ejemplo más poético que se me viene a la cabeza
de esta identificación en un videojuego es el de I-Fluid, donde eres una gota
de agua cuyo propósito es un puro conatus, esto es, permanecer en tu ser,
seguir siendo una gota de agua, hidratándote con frutas y evitando cualquier
papel secante que consuma tu ser, o cualquier insecto de la cocina que pueda
beberte. Puedes dividirte como una gota de agua, puedes disminuir o aumentar…
imagínate, todo lo que puede hacerse siendo una gota de agua.
Los videojuegos suelen ser considerados como una muestra
posmoderna de la pérdida de la identidad y del cultivo de sí en medio de la
variación de caracteres y horizontes. A mi parecer se trata de lo contrario:
los videojuegos constituyen, como todo arte, una forma ampliada y compartida de
la identidad, lo que me permite ser aquello que no soy, pero que por el trabajo
de alguien me es dado de tal modo que me puedo identificar con ello, sin que
resulte imposible establecer nuevas identificaciones. Así, los videojuegos
generan identidades ampliadas en la medida en que no solamente me identifico yo
con el trabajo de alguien, sino que otros se identifican de diversas maneras
con el mismo referente. En consecuencia,
no todos tenemos la misma identificación, pero todos hemos poseído la misma
identidad. Del mismo modo que ninguna identidad basta para el yo, y en ninguna
se agota el yo; del mismo modo, digo, yo no terminaré de jugar nunca, por lo
que a la hora de mi muerte no solo habré sido Manuel Palacio, sino también
habré sido muchas cosas más… entre ella, una gota de agua.
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