Los seres humanos somos aquellos seres que nos
preguntamos por una vida más allá de esta vida. Esta definición, si bien un
tanto tendenciosa, fue expresada en distintas propuestas filosóficas: desde el
incipiente platonismo ateniense hasta los apologistas cristianos como realidad,
desde la antropología medieval hasta el idealismo como exigencia metafísica; y desde
el criticismo hasta la posmodernidad como idealidad. De este modo, los
abordajes en torno a la persistencia del alma en otra vida han atravesado la
filosofía desde sus comienzos, en ocasiones coincidiendo con la religión dominante,
en otros momentos separándose completamente de ella.
Es cierto que han existido multitud de filosofías
que han negado la existencia de otra vida más allá de la presente. Así
el epicureísmo y un cierto aristotelismo, incluida la versión de Pomponazzi. La
modernidad, el existencialismo y la posmodernidad han servido para desmontar la
necesidad de una inmortalidad del alma, por lo menos en el ámbito de las
exigencias metafísicas, lógicas y antropológicas del saber. De tal modo que hoy
en día puede uno lograr un doctorado sin saber, siquiera, si hay otra vida. Mas
esta ignorancia no anula la pregunta.
Kierkegaard esbozaba un diagnóstico similar para
nuestra época: “Está permitido, pues, hallar agradable y singular que en una
época donde cada cual es capaz de las más grandes acciones, se encuentre tan
extendida la duda sobre la inmortalidad del alma…” (Temor y Temblor, p, 84).
Sin embargo, él mismo ha indicado que la cuestión por la mortalidad humana no
es algo que se resuelva únicamente con la muerte física, pues es posible
experimentar más de una vez la propia muerte: “se declara de este modo que
nadie puede vivir la muerte sin antes haber muerto en realidad, lo cual me
parece un punto de vista fruto del más grosero materialismo” (Temor y Temblor,
p. 37). En definitiva, la pregunta por aquello que hay después de esta
vida no es una cuestión que haya que responderse empíricamente (y las
experiencias de ultratumba dicen poco), sino que se trata de una pregunta que
se responde especulativamente, pues son los sentidos inscritos en tal respuesta
los que llenan la vida de justificaciones y de orientaciones para la acción. Pues
la pregunta por el más allá es la pregunta por la posibilidad de salvación
(soteriología), es decir, es la cuestión de si podemos lograr en un más allá
la felicidad que nos fue negada en el más acá.
De este modo la pregunta no es si existe un “más
allá”, pues a lo que nos referimos no es a su existencia o inexistencia, sino a
los sentidos de salvación que se siguen de los lugares propios de todas las
mitologías de ultratumba: cielo, infierno, purgatorio, limbo, etc. La única
validez de tales lugares es esta tierra. En consecuencia, la pregunta que nos
podemos formular difiere un poco: en vez de “¿existe un más allá?” Podríamos formularnos
la cuestión: “¿Qué significa que exista un más allá?” Hoy me aventuro a
reconstruir una respuesta presente en los videojuegos, en particular los de la saga
Metro.
Metro 2033, publicado en 2010, fue el primer juego
de la saga, al que le siguieron Metro Last Light (2013) y Metro Exodus (2019).
Basados en la saga de novelas de Dmitri Glujovski, cuenta las aventuras de Artyom
en el Metro de Moscú. Tras la hecatombe nuclear, que ha originado una
cantidad de fenómenos diversos contrarios a la naturaleza conocida, los seres
humanos han adoptado un cierto inframundo como vivienda. La vida en el Metro
replica las dinámicas propias de la vida humana fuera del Metro: pobreza
y opulencia, fascismo y hermandad social, recuerdos de un viejo y de un nuevo
mundo, etc. Cada juego tiene dos finales, uno de los cuáles sería el canónico y
otro sería un final alternativo (curiosamente se les conocen con una connotación
moral como final bueno y final malo, aunque no tienen una relación
entre ellos. Es decir, la historia no es la sucesión de los buenos finales
ni de los malos finales). El juego presenta una reflexión en torno a la
soteriología, formulada por Khan, algún tipo de veterano de guerra, convencido
de la dimensión espiritual que se ha desencadenado con todo ello. En el primer
juego, Metro 2033, en la misión Fantasmas, al finalizar el tránsito por
el túnel afirma lo siguiente:
“Parece que la devastación que provocamos fue total. El cielo, el
infierno y el purgatorio también resultaron atomizados. Así que ahora, cuando
un alma abandona un cadáver, no tiene adónde ir y se queda aquí, en el metro.
Una penitencia dura, pero merecida, por nuestros pecados, ¿no te parece?”
La sentencia de Khan es poderosa en
la ambientación del juego porque acabábamos de ver unos fantasmas, ante los
cuáles la palabra quien no aplica, lo cuál revela su dimensión espectral.
Así mismo, Khan revela que ese túnel tiene que revivir su pasado una y otra
vez. Aquellos que tienen la poca fortuna de adentrarse en uno de esos momentos,
acaban uniéndose a ese pasado. Lo que en términos de gameplay significa no
tocar a los fantasmas, por lo menos durante le primer juego. Sin embargo,
si algo caracteriza a los fantasmas es su torción temporal, pues aunque se
encuentren en su espacio, se hayan en un tiempo en que no les corresponde
(Derrida). Esta consideración, sumada a la idea previa de que incluso los
lugares de premio y castigo del más allá quedaron atomizados tras la
destrucción de esta tierra, nos hace preguntarnos ¿a dónde van los muertos en Metro?
La respuesta nos la ha dado Khan: se quedan aquí, en el metro. Una penitencia
dura, pero merecida.
Esta premisa adquiere toda su valía
con el final de la saga, en particular con el final de Artyom en la saga. En el
final malo (que dudaría de llamar así) de Metro Exodus Artyom no
logra sobrevivir y muere por la radiación. Su agonía, entre un abrir y cerrar
de ojos, en medio de las voces de sus seres queridos, se acopla a voces de
personas ya idas. De repente Artyom se levanta y se encuentra en un tren,
diferente al que marchaba con sus colegas y familia; se encuentra, digámoslo así,
en un tren espectral, que viaja, sin detenerse y sin rumbo. Simplemente avanza.
Se ven ratificadas, de este modo, las palabras de Khan cuando afirma que, tras
la muerte, toda alma permanece en el Metro, y él mismo logra encontrarse
con Artyom, de quien lamenta no contar con un destino más importante. Khan
desaparece y Artyom sigue su viaje, rodeado de fantasmas, sobre los rieles de
vagones que marchan a gran velocidad, sin rumbo.
Unamuno afirma que “Lo que en rigor
anhelamos para después de la muerte es seguir viviendo esta vida, esta misma
vida mortal, pero sin sus males, sin el tedio y sin la muerte” (El sentimiento
trágico de la vida. XI, p. 216). La saga Metro nos materializa
justamente esta postura y nos muestra cuán terrible es la inmortalidad, algo
que el mismo Unamuno ya preveía. Lo que hacemos en esta vida carece de eco en
la eternidad, pues el tiempo de nuestra vida no se diferencia mucho de ella. Vivir
fuera del Metro habría sido impropio para la vida de Artyom, como lo
sería para cualquier alma vivir una eternidad en un mundo en que no ha vivido
antes. Cielo e infierno tendrían que tener la forma del Metro, y
no obstante, allí ya habrían vivido todos los que pasarían la eternidad en
tales túneles. Así que, en el fondo, la otra vida no es más que esta vida. Vivir
en el Metro es lo que Artyom había hecho y lo que seguiría haciendo tras
su muerte (al igual que nosotros en este mundo). En el Metro no
había salvación, no podía haberla.