Worüber geht es das Verhältnis zwischen Philosophie und Videospielen?
Besonders ist es zu behaupten, dass es nur Sinn hat, in dem Rahme einer
angewandten Philosophie. Deswegen abschiede ich sowohl von einer Ontologie des
Videospiels als auch einer Psychologie des Videospiels. Weder für das Wesen des
Videospiels interessiere ich, noch für die Wirkungen des Videospielens über die
psychologische menschliche Entwicklung. Mein Interesse steht daran, wie man
durch Videospielen denken kann. Folglich nehme ich Videospielen als Gelegenheit
zu denken, genauso wie „Philosophie und Literatur“ oder „Philosophie und Kino“
gibt, schlage ich „Philosophie und Videospiele“ vor.
Nun können wir unsere Frage antworten. Das Verhältnis zwischen Philosophie
und Videospielen geht um eine hermeneutische Verfahren, nach dem die
Interpretation von der ganzen Erfahrung des Spiels anhängt, statt von der
ledigen rationalen Auslegung. Das heißt, dass das Spiel des Videospiels eine
verbreitetere Erfahrung ist, als das reine Denken. Beispielweise könnten wir
eine Vergleichung stellen: wenn man ein Spiel treibt, gibt es sowohl eine reflexive
Beachtung (eingerichtet zur Welt, Kontrollen, Handlung, usw.) als auch eine
körperliche Verfügung (die Wahrnehmung der Farben, Lichten, Bewegungen der Charakter
und sogar die Vibration der Kontrollen, usw.) Deswegen ist der Spieler mehr als
ein passives Element, da er die Handlung führen muss. Ohne Spieler gibt es kein
Videospiel. Selbst Spiel hängt von der Handlung des Spielens an, damit
unterlasse ich jene Ontologie des Videospiels, die für das Spiel an sich
interessiert ist. Ich betone die Wechselbeziehung zueinander, und zwar: Spieler
und Spiel, d.h. philosophisch gesagt: Ich und Welt.
Die Hermeneutik erlaubt uns eine Beziehung zu finden, da sie ein
philosophisches Verfahren ist, das zwei verschiedenen Horizonten miteinander
verknüpft. Deshalb bedient sie uns, um die Beziehung zwischen Philosophie und
Videospielen zu bezeichnen. Trotzdem kann ich zurzeit keine richtige hermeneutische
Verfahrung beschreiben, will ich ja einigen hermeneutischen Grundlinien beitragen.
Es ist gewusst, dass die Hermeneutik sich mit dem Verhältnis zwischen „Ich“, „Welt“
und „Sinn/Bedeutung“ widmet (Vgl. Dilthey, Heidegger, Gadamer, usw.) Deswegen
wäre es möglich diese drei Begriffen in Kauf nehmen, um eine hermeneutische
Annäherung zu den Videospielen zu erreichen. Wegen der Kompliziertheit dieser
philosophischen Begriffen, sollte ich eine vorsichtige Handlung jene Kategorie
haben. Folglich werde ich später in tiefere Wegen darüber schreiben. Trotzdem
will ich hier nur die Grundlinien ansagen.
IchVon
der philosophischen Gewissheit bis das Anderssein des Avatars. Unsere Frage
geht hier darum, welche Sorten der Identität möglich sind, zwischen Spieler und
Avatar. Zwar ist die Aktion des Spielers total für den Avatar, er bleibt noch
unabhängig vor dem Spieler. So, welche sind die Nebenwirkungen für den Spieler,
wenn er verschiedene Avataren treibt? Wie läuft hier die Identität zwischen
Spieler und nicht-menschlichen Avataren?
WeltVon
der gegebenen Welt bis theologischen Fragen in Bezug der Güte der Welt. Warum
sind so schlecht die Welten in den Videospielen, sogar ob sie bunten sind? Es ist
wichtig zu verstehen, wie die Welt in Videospielen aufgebaut wird, sowohl aus
eine Perspektiv der Programmierung als auch aus eine kritische Perspektiv, und
zwar: sind diese Welten nur ein Spiegel unserer Welt?
Sinn/ BedeutungVon
der Schätzung der ästhetischen und moralischen Werte des Spiels bis die Frage
nach dem Sinn des Lebens und Todes in den Videospielen. Warum schließen wir die
Aufgaben im Spiel ab? Warum spielen wir sogar? Widerholbarkeit und
Unwiederholbarkeit im Leben und im Spiel. Welche Rolle spielt die Teleologie in
der Erfahrung des Spielens? Welche Sinne ziehen von Spiel zum Leben aus?
En la entrada
inmediatamente anterior hemos hablado acerca de cómo los videojuegos son una
apología de la debilidad humana. Hemos basado nuestro argumento, siguiendo las
tesis de Paul Ricoeur, en la desproporción inherente al ser humano, pues hemos
dicho que compensamos tal desproporción con la posibilidad de la repetición, en
donde podemos intentar no una sino múltiples veces nuestras empresas y solo
mediante tal reiterativo intento, es posible que logremos una superación de
nuestras falencias. Porque erramos siempre, pero si vamos sumando las veces que
hemos fallado, lo que aprendemos en dichas experiencias, es posible que a la
postre podamos llevar a buen término nuestras misiones. Ese es el efectivo
mensaje que nos ha dejado Link.
Pero aquí quiero hablar
de un componente más grave de la fragilidad humana y consiste precisamente en
los momentos en que dicha repetibilidad es imposible. Supongamos que vamos a
tomarnos un café con una amiga. Pese a que el café que nos tomamos, el tiempo
que compartimos y el momento y el espacio sean irrepetibles, la experiencia
misma de tomarnos un café con nuestra amiga es fácilmente repetible. De hecho,
no nos tomamos un único café en la vida con nuestra amiga, sino que nos tomamos
muchos cafés. Y precisamente ese “volver a lo mismo” pero sin que sea una
novedad cada vez, es a lo que se
refiere Kierkegaard cuando habla, en primera estancia, de la repetición (pág.
131). Por ello podemos afirmar con Kierkegaard:
La repetición es la realidad y la seriedad de la existencia. El que quiera
la repetición ha madurado en la seriedad. (La Repetición. Ed. Alianza. p. 30)
Sin embargo, si por las
circunstancias de la vida, dicho café fuera único y no hubiera una futura
posibilidad de tomar café con ella ¿cómo nos comportaríamos ante tal peso? ¿Qué
ocurre cuando las oportunidades que se nos presentan en la vida son
“primúltimas”? Filósofos como Hanna Arendt y Vladimir Jankélèvitch han hablado
del acontecimiento humano como único e irrepetible. Por ejemplo: el nacimiento
y la muerte. Ambos son sucesos “primúltimos”, es decir, que la primera vez que
ocurren es la última vez que ocurren. Pero la vida humana transcurre en la
repetibilidad de los tipos de nuestras acciones, no de nuestras acciones
mismas, que se ven limitadas en la irrepetibilidad del espacio y del tiempo. No
tenemos unas únicas vacaciones, no tenemos una única oportunidad de tomarnos un
café con nuestra amiga, no tenemos una única oportunidad de ver a una banda de
músicos en concierto o incluso de jugar un cierto videojuego. Y sin embargo,
hay momentos en que con el obrar humano entra la novedad en el mundo y no es
posible la repetición de dicho momento. No nos es dado nacer dos veces,
litaralmente, ni morir dos veces, literalmente. Lo podemos hacer
metafóricamente, o catárticamente mediante la literatura, el cine o los
videojuegos. Pero hay experiencias vitales que se caracterizan propiamente por
ser irrepetibles.
Y esta experiencia ha
sido efectuada, de manera excelente, en los videojuegos. En términos generales,
y ya hemos hablado de esto en otra parte, el concepto Borgesiano de la lectura
como re-lectura aplica también para los videojuegos. De tal modo, cada vez que
se juega un videojuego, no se trata del mismo; de análoga manera que cada vez
que vemos una película o que leemos una novela no se tratan de las mismas. La
experiencia de la lectura cambia, porque nosotros hemos cambiado. La
experiencia del juego cambia, por la misma razón. Sin embargo, como
reaccionamos ante un juego que nos presentase solo una única posibilidad: ¿si
hubiese un escenario, un juego, que no nos permita jugarlo más que una vez, una
única vez, y que nuestro juego sea precisamente “primúltimo”?
Quiero empezar por el
ejemplo más simple y de los más dramáticos que nos ha correspondido
experimentar a los gamers. No he sido el único, y miles de comentarios en
internet lo confirman, que en el primer encuentro de Ezio con Leonardo Da
Vinci, bien sea por descuido o por lo que sea, no oprimimos el botón adecuado y
Ezio le niega el abrazo al artista florentino. Personalmente quedé destrozado:
¿por qué no habría de saludar a Da Vinci? Es toda una eminencia y nos ha
tratado bien. ¿habrá alguna consecuencia por no haberlo saludado? En lo
personal seguí el juego, aunque me quedó el sinsabor; pero sé de algunos que
han vuelto a cargar la partida sencillamente para poder abrazar a Da Vinci.
Pero ¿y si no fuera posible?
Hay juegos que, en
términos generales, no aceptan repetibilidad. Los mejores ejemplos son las
creaciones de David Cage,
como Heavy Rain, Beyond two Souls,
Fahrenheit. Según afirmó él mismo en alguna ocasión, sus juegos están
pensados para ser jugados sólo una vez, por ello existe un autoguardado que no
nos permite deshacer nuestras elecciones ni regresar a un escenario para “intentar”
un mejor resultado. Sencillamente es “irrepetible” y seguimos adelante.
Piénsese en las escenas en que hemos de decidir con Ethan Mars con qué
herramienta nos mutilaremos un dedo. El tiempo fluye y no parece haber una
herramienta adecuada. Y el juego se graba posteriormente y no tenemos opción de
regresar para intentar algo diferente. O piénsese en la adolescente Jodi Holmes
cuando decide salir de los laboratorios para ir a un bar. Son decisiones que se
toman y que tienen un impacto en el videojuego, incluso a nivel visual y
jugable, y que no son “repetibles”. Este es un primer nivel, pues ciertamente
es posible borrar la partida y volver a jugar; o volver sobre puntos de
guardado que implicarían el retroceso de muchos de nuestros avances. Somos
frágiles por la desproporción que se nos presenta que, siendo seres que viven
en la repetibilidad, se enfrentan a lo irrepetible.
Hay un segundo modelo
de irrepetibilidad, como el presentado por Braid. En este caso no se presenta
en la forma de juego, porque precisamente el juego está basado en que podemos
devolver el tiempo y “repetir” lo que tengamos que hacer. Pero el mensaje que
ofrece el juego es de irrepetibilidad. El problema es que precisamente Tim quisiera
creer en la repetibilidad como respuesta sucedánea a la fragilidad humana, y la
mecánica del juego te permite a ti hacer de la repetibilidad el modo de tu
vida. Pero la narrativa del juego muestra precisamente lo contrario: no hay repetibilidad. Somos frágiles, por la desproporción que se nos presenta, que
pudiendo repetir nuestras experiencias, los efectos que se siguen de ellas son
irrepetibles.
Finalmente, quiero
señalar un juego que es fundamentalmente una bofetada, dura y bien puesta, a la
halagüeña repetibilidad de nuestras vidas. No solo porque el juego nos hace
repetir los días uno a otro, sino porque el juego es narrativamente
irrepetible: Estamos a seis días del fin del mundo. Y lo hace de una manera
meta-lúdica, es decir, que va más allá del videojuego mismo. Es un videojuego
que no puedes jugar más de una vez. Crea una cookie en tu computador y no
importa cuántas veces recargues la página, el juego te carga en la escena
final, sea la que sea que hayas obtenido. Estoy hablando de un juego excelente
y completamente corto que se llama precisamente One Chance: un juego
online, diseñado en Flash y que te pone en el cuerpo de un científico que acaba
de encontrar una cura para el cáncer, pero cuyos efectos secundarios terminarán
por dar inicio al apocalipsis. Al comienzo no sabes qué hacer, si bien las
opciones son pocas. El juego se divide en días y cada día haces lo mismo, con
alguna decisión extra o diferente, como quedarte con tu hija ya entrado el fin
del mundo, o ir al laboratorio, etc. Es un juego que deja un mensaje poderoso
de irrepetibilidad en la repetición de lo mismo, porque te obliga a hacer algo “atípico” para abrir un marco
de “repetibilidad”. Tendrías que cambiar de navegador, borrar las cookies, etc.
Eso no es lo que la gente suele hacer. ¿Y si alguna de las oportunidades fue
única? ¿Hay alguna forma de encontrar un final bueno? ¿Valdría la pena tal
búsqueda? Este tipo de preguntas, que son un golpe directo en la fragilidad humana,
hace que los juegos, del modo más agresivo quizás, se erijan como apologetas de
la fragilidad humana. Y es que somos frágiles, por la desproporción que se nos
presenta de, en un contexto de repetibilidad, tener que habérnoslas con
situaciones irrepetibles.
“Errare humanum
est” reza el famoso dicho latino que indica precisamente la falibilidad humana.
Y es que, como humanos, cometemos errores, algunos se solucionan rápidamente,
otros se olvidan tan pronto como se cometen, pero los hay que perduran en el
tiempo, incluso por generaciones. En nuestros espacios vitales contemporáneos,
cada vez hay menos espacio para la debilidad y el error. Las relaciones
sociales cada vez son más frágiles y nuestras heridas cada vez se tornan más
profundas. El desamor genera heridas “irreparables” en personas que apenas si
sobrepasan los 20 años, haciéndolos
incapaces de nuevas relaciones; y el ideal de éxito es cada vez más
exigente y más agobiante, apenas alcanzable para quién maneje más idiomas,
quien sea más locuaz, más delgado, más viajero, quien haga más lobby, quien
gane más dinero y quien posea más, y quien ostente más en redes sociales. Eso
se considera como sinónimo de triunfo; incluso la conciencia de banalidad que tal
actitud superficial llega a ser considerada como un fracaso. Tal peso nos
agobia, a tal punto, que no basta con desconectarse, porque ya hemos sembrado en
nosotros la semilla de lo que más nos agobia: la posibilidad del fracaso. Fracasar,
he ahí el peor demonio del mundo contemporáneo.
Y sin embargo,
nada más humano que el fracaso. Dicho en otros términos, el hombre es el único
animal que fracasa y en el que el mundo entero puede terminar en fracaso.[1] Así, en un mundo donde el fracaso es lo peor que le puede suceder a
un ser humano, a la vez que una de sus características inherentes, y donde las opciones
de vida son, cada vez más, de un único uso (“te enamoras una vez, estudias una
vez… las oportunidades solo se presentan una vez en la vida…”), conviene
reconocer que somos falibles y que somos débiles. Conviene pues hacer una apología
de la debilidad humana y del fracaso.
Una apología del
fracaso comienza, precisamente, reconociendo que el fracaso no es una oportunidad
de éxito. No, uno no fracasa para aprender algo. Esa idea no es más que falsa teodicea
en versión popular y a precio reducido. El fracaso es pérdida y dolor, y con
ello se malogran nuestros propósitos y nuestra humanidad. Y no hay remedio. Por
ello, conviene reconocer que fracasamos, y que eventualmente no nos
levantaremos. Pero tal idea resultaría insoportable, si no hubiese una forma de
continuar tras un fracaso. Y por ello es que una apología del fracaso parte de
que las alternativas de vida no son de único uso; es decir, no fracasamos una
única vez en una única cosa. Lo bueno es que podemos fracasar más de una vez,
razón por la cual podemos intentarlo más de una vez. Y esto lo he aprendido
precisamente con los videojuegos.
Los videojuegos
nos hablan del fracaso porque precisamente en ellos malogramos nuestra tarea,
no una, sino múltiples veces. Y hay juegos que penalizan tal fracaso,
adicionalmente: perdemos experiencia, dinero, almas o cualquier otro tipo de
recurso. Lo que no nos mata, nos hace más pequeños. Literalmente. Esa idea de
que “lo que no nos mata nos hace más fuerte” es un consuelo torpe y facilista,
que desconoce que precisamente en el momento de la mayor debilidad es cuando
estamos más disminuidos. Lo que no nos mata, nos hace más pequeños y es en ese
momento cuando somos más vulnerables y cuando “corremos por nuestra vida”. Podemos
dárnoslas de valientes y tratar de ser héroes. En la mayoría de las veces
fracasaremos.
Merecemos ser
devueltos al último punto de control, por nuestra torpeza. Merecemos perder
experiencia y dinero por nuestra falta de habilidad. Merecemos cada pérdida en nuestro
personaje, en nuestro alijo y en nuestro equipo porque fracasamos, y somos
humanos y por ello fallamos. Y fracasamos porque nos encontramos fuera de
nuestras propias ligas, estamos en un rasgo de no-coincidencia con nosotros
mismos. Así opina Ricoeur:
"La
idea de que el hombre es frágil por constitución, de que puede fallar, es según
nuestra hipótesis de trabajo, totalmente accesible a la reflexión pura...Mi
segunda hipótesis de trabajo supone que ese rasgo global consiste en una cierta
no-coincidencia del hombre consigo mismo; esta «desproporción» consigo mismo
sería la ratio de la
falibilidad" (Finitud y
Culpabilidad, p. 21)
Hay un elemento de
desproporción en que un fontanero intente rescatar a la princesa de un reino,
en que un viajero trate de acabar con hechizos de agua al mismo Diablo, que un
inmigrante que aspira al sueño americano se enfrente a las grandes mafias de la
ciudad; incluso, hay desproporción cuando el mismísimo jinete del apocalipsis,
Guerra, tiene que enfrentarse al infierno entero. Hay desproporción cuando un
novicio de una orden cazadora de dragones se convierte en un dragón; y hay
desproporción cuando un príncipe de una tierra distante tiene que viajar en el
tiempo para destruir al monstruo Dahaka. Incluso en los juegos más arcades se
ve esto. En Hexagon hay desproporción
entre el movimiento del escenario, su velocidad y el triángulo que tú eres. Hay
desproporción en A story about my Uncle,
al caer una y otra vez y otra vez por precipicios, siendo que tienes todas las
herramientas a mano para sortearlos. Hay desproporción entre la realidad y el
deseo, entre las expectativas y las posibilidades. Hay desproporción entre la
felicidad que queremos y la vida que tenemos. Por ello es que fracasamos.
Y es que los
juegos nos muestran que somos débiles. Que somos limitados y finitos. Mas tras
las pérdidas que sufrimos, es posible intentarlo una vez más. Este carácter de
repetibilidad que nos ofrecen los videojuegos, son la única opción que tenemos
para lidiar con el fracaso. Y funciona como un espejo para nuestra propia vida.
Solo en un mundo en donde podemos repetir,
es viable sobreponernos al fracaso. Es la única forma de lidiar con la
desproporción, pues en tanto que se van sumando los intentos, uno tras otro,
logramos construir algo, un andamio, que nos permite reducir la distancia
desproporcionada en que reside nuestra falibilidad. Por ello, estoy de acuerdo
con Dayo
cuando afirma que el mejor protagonista de un videojuego es Link, no tanto por
su personalidad, ya que es totalmente vacío, sino por ser el avatar por
excelencia:
"Link
nos enseñó a ser un héroe, uno de verdad. Miyamoto quería que los jugadores
aprendieran a través de Link, quería que pensaran: este desafío me daba miedo antes,
pero ahora que he recorrido tanto, superado tanto y tengo nuevos recursos al
alcance, sé que puedo ganar. Esta es una lección vital"
Y es que la
aventura de Link es la repetibilidad por excelencia, no solo porque el arco
argumental es fundamentalmente similar en todos, sino porque Link jamás está
del todo preparado para enfrentar sus tareas, y aún así lo va logrando, con
tiempo, trastabillando, pero lo logra. Los juegos nos enseñan que somos
falibles, que la dificultad de vivir y de cumplir con nuestros objetivos
pertenece al ámbito de la vida humana y que fallaremos, pero que con el
suficiente tiempo y dedicación, podríamos lograrlo, sin que ello implique una
minimización de nuestros fracasos, pues precisamente ellos nos constituyen más
que nuestras victorias.
[1]
Incluso puesto en la versión religiosa de los monoteísmos actuales, el hombre
es el único ser que ante una salvación ardua, puede fracasar en una condenación,
en la que se cae con facilidad. Y con la condenación humana no solo fracasa el
proyecto humano, sino el proyecto divino. Es decir, el hombre sería el único
capaz de joder al mundo, a los Dioses y a sí mismo al mismo tiempo.